El símbolo UMMO

Descripción

El simbolo Ummo

7. DOÑA ROGELIA, AMORES Y EL CABO JUSTO

Hubiera sido una pérdida de tiempo y de energía. Para Jordán Peña, el fenómeno ovni es una fantasía, y cuantos investigamos el tema, unos falsarios y unos paranoicos. ¿Para qué informarle, por tanto, de esos casos en los que, como he mencionado, la célebre «H» aparece en los trajes de los tripulantes o en el fuselaje de las naves? No tenía sentido. No habría comprendido, ni admitido, que el emblema en cuestión es muy anterior a lo que él pretende. Jordán afirma que la «H» de «Ummo» fue creada en 1966. Pues bien, al margen de los casos de Sudáfrica (1952) y Curitiba (1954), el citado signo, con ligeras variantes, se presenta ya en pleno neolítico. Yo he sabido de él en los desiertos del Sahara y en las tierras norteamericanas. La «H» que hoy asociamos a los «ummitas» fue grabada en las rocas de Argelia, Libia, Marruecos, Níger y Mauritania, entre otros países del norte de África, como parte de un antiquísimo sistema de escritura: el bereber. Una lengua que, en opinión de algunos expertos, se remontaría al octavo milenio antes de Cristo. Esto, obviamente, no quiere decir que estos símbolos de la Edad de Piedra tengan el mismo significado que la «H» vista por los testigos ovni. Queda claro, sin embargo, que son muy anteriores al supuesto «invento» de Jordán Peña. Otra cuestión es la extraordinaria semejanza con el símbolo que lucen algunos ovnis en su «panza». ¿Vieron los hombres del neolítico este tipo de nave con el referido signo? Si fue así, ¿lo pintaron o lo grabaron en las cuevas y abrigos rocosos? Personalmente, estoy convencido de ello. En abril de 2001, durante mi primera visita a Mali, tuve la fortuna de averiguar algo que, en cierto modo, ratificaba mi sospecha y que, naturalmente, arruinaba las afirmaciones de Jordán Peña. Los iniciados de la etnia dogon (1), al mostrarles algunas de las fotografías del ovni de San José de Valderas, quedaron sorprendidos. Ellos conocían esta clase de objetos y, sobre todo, el signo que luce en la base. Los dogon lo han transmitido de padres a hijos. «Ésas -refiriéndose a las naves- son las arcas en las que viajan los nommos o dioses.» Yo quedé tan perplejo como ellos. La historia del descenso de los nommos u «hombres-peces» en el corazón de Mali se remonta al año 900 o 1000 de nuestra era, aunque no hay excesiva seguridad en dicha cronología. Sea como fuere, ¿cómo es posible que esta etnia perdida en el corazón de África, casi analfabeta y viviendo en la Edad del Bronce, pudiera reconocer el ovni de Valderas y el símbolo en forma de «H»?

Algunos de los símbolos de los alfabetos líbicobereberes, grabados en las rocas del Sahara y en las islas Canarias, y que guardan semejanza con el signo de «Ummo». Antigüedad estimada (según los especialistas) entre dos mil y diez mil años. 1, 2, 3 y 4: antiguo sahariano. 5 y 6: Canarias. 7: líbico horizontal y vertical. 8: tifinagh. 9: boudris. 10: salem. 11 y 12: agraw y salem.

 

Pinturas rupestres de la época neolítica (entre cinco mil y doce mil años) con signos similares a la «H» de «Ummo» (cueva de la Plata, en Cádiz, España).

 

Petroglífico encontrado en Veraguas (Panamá). Edad desconocida. Para los arqueólogos, sólo se trataría de «figuras esquemáticas o antropomórficas». (Cortesía de José Manuel Riera.)

Fue precisamente en esas fechas -hacia el siglo IX- cuando surgió el alfabeto cirílico, común entre los pueblos eslavos de Oriente. La séptima letra, curiosamente, es la ya familiar «H» de los «ummitas». Aunque los expertos no terminan de ponerse de acuerdo, todo parece indicar que fue Cirilo, el Filósofo, apóstol de los eslavos, quien organizó dicho alfabeto, existente ya en las tierras rusas. Pedro el Grande lo simplificó en 1708, y lo convirtió en el alfabeto civil ruso. En 1917 seria nuevamente modificado. La cuestión es: ¿por qué fue incluida esa «H» en las remotas lenguas de los pueblos eslavos orientales? ¿Cuál fue su origen? Naturalmente, Jordán Peña no existía en el siglo IX…

En el año 1995, en plena investigación del asunto «Ummo», mi buen amigo Ramón de Rato Figaredo, excelente conocedor del arte antiguo, me puso en antecedentes sobre unos curiosos símbolos existentes en la cerámica inglesa. Se trataba de marcas utilizadas por los ceramistas de la ciudad de Bristol.

Representaban la «H» de «Ummo», una vez más. No lo dudé. Me dirigí de inmediato al Ayuntamiento de Bristol. Nadie supo darme razón. Probablemente se remontaban al siglo XVIII, pero, como digo, nadie conocía el origen. Las siguientes pesquisas se centraron en los museos y galerías de arte de la citada ciudad de Bristol y de Worcester. Fue en esta última, merced a las gestiones y gentileza de la señora Cook, directora del museo Dyson Perrins, donde encontré parte de la solución. Las haches correspondían a la marca «Worcester» (número 4.312 (a) de la enciclopedia de Godeen), utilizadas entre los años 1751 y 1765. Presumiblemente, a estos artistas se les pagaba a tanto la pieza, y cada pintor tenía su propia marca para identificar su trabajo. Según la señora Cook, las diferentes modalidades de «H» fueron tomadas de la porcelana oriental. Especialmente de la china. Quedaba demostrado, por tanto, que Jordán Peña no era el «inventor» de la «H» de marras. El enigma, sin embargo, volvió a oscurecerse. Al investigar en la cerámica china descubrí, en efecto, la existencia de la «H» que, a su vez, pudo inspirar a los británicos. El símbolo chino se remonta, como mínimo, a la dinastía Zhou (1111 al 252 a. J.C.). En esa época, la «H» (en posición horizontal) era el símbolo de la «ley suprema»… Literalmente significaba «REY».

 

Extraña piedra grabada con el signo de Ummo. Según los arqueólogos, fue trabajada a finales de la Edad del Bronce (siglo X a. J.C.).

 

 

Signo grabado en granito. Piedra encontrada en las proximidades del lago Puelo, en Argentina. El relieve pudo ser esculpido por los indios nativos de la zona (mapuches, tehuelches, araucanos, etc.). (Cortesía de Sergio Óscar Rinaldi.)

 

 

 

Estudio comparativo realizado en 1984 por el investigador Sergio Óscar Rinaldi. En la figura 1, el símbolo existente en la piedra encontrada a orillas del lago Puelo. Figura 2: San José de Valderas. Figura 3: sello utilizado en las cartas «ummitas». Figura 4: símbolo hallado en las pinturas rupestres de Talampaya (La Rioja, Argentina).

 

 

 

Danzas de la etnia dogon (Mali) en honor a sus «dioses», los seres que bajaron de Sirio. Sobre las cabezas, las kanaga, las máscaras que recuerdan el signo que lucían las «arcas» o naves de los nommos en la panza. De esto hace mil años… (Foto: Iván Benítez.)

 

 

 

Pangalé Dolo, con una foto-ovni proporcionada por J. J. Benítez. Para el iniciado dogon, estos objetos son idénticos a los contemplados por sus antepasados. (Foto: Iván Benítez.)

 

 

 

Cuaderno de campo de J. J. Benítez con apuntes y dibujos tomados en el pais dogon, al este de Mali. La etnia africana reconoció el símbolo «ummita». Las máscaras kamaga son un recuerdo de los nommos o dioses, según algunos iniciados.

 

 

 

Recorrido de J. J. Benítez por el país dogon en su segunda visita. Sobre el cuaderno de campo, algunas de las pinturas sagradas de Songo.

 

 

 

 

Para otros iniciados dogon, el símbolo representado en la kanaga es el recuerdo de la unión de los vivos y los muertos

 

 

 

Séptima letra del alfabeto cirílico (izquierda) (valor zh). En la imagen de la derecha, una de las marcas de los ceramistas ingleses (siglo XVIII).

 

 

 

 

Marca procedente de los ceramistas de Worcester, en Inglaterra (elaborado hacia el año 1751). Gentileza del museo Dyson Perrins.)

 

 

 

En la imagen de la izquierda, marca de cerámica inglesas del siglo XVIII, inspirada en la cerámica china (derecha).

 

 

 

La «H» «ummita» en marcas de cerámica española (Enciclopedia de M. Serrano López, lámina 5).

 

 

¿Y qué pensar de lo ocurrido en la provincia española de Albacete a principios del siglo XX? Jordán Peña, por aquellas fechas, no era ni siquiera un proyecto…

 

Fue en el verano de 1996 cuando recibí las primeras noticias sobre el extraño incidente. Hacia los años veinte, en plena sierra albaceteña, se registró el descenso de un objeto volante no identificado. Fue visto, al parecer, por buena parte del pueblo. En la singular nave, de aspecto discoidal, destacaba un ya familiar emblema: un símbolo en forma de «H». El suceso, según mis informadores, tuvo lugar alrededor de 1917. En un primer momento dudé. Habían transcurrido ochenta años. Si el caso era auténtico, ¿cómo encontrar a los testigos? Lo más probable es que todos estuvieran muertos. Y aunque la labor de investigación se me antojó ciertamente compleja, el instinto me puso en marcha, una vez más. Si el avistamiento fue cierto, yo terminaría encontrando a los testigos. Y un 25 de septiembre, miércoles, puse rumbo a Moropeche, a los pies de Calar del Mundo, una de las más bellas y agrestes serranías de España. Al llegar a la localidad de Yeste me detuve en el cuartel de la Guardia Civil. Las pesquisas fueron estériles. Nadie sabía ni recordaba nada. Allí no quedaba información alguna sobre lo que buscaba: «¿Un ovni posado en Moropeche en 1917?» El comandante de puesto me observó con curiosidad. No todos los días llegaba alguien preguntando por algo tan fuera de lo común. Y siguiendo su consejo, dirigí los pasos hacia los archivos de la parroquia y de los juzgados. Nuevo fracaso. En esas fechas (1996), la mayor parte de los referidos archivos habían sido transferidos a Hellín. Antonio Blázquez, juez de paz y funcionario, como su padre, en el citado juzgado de Yeste, tampoco supo darme razón. «¿Un ovni en Moropeche? Ni idea. Es extraño. Una noticia así habría corrido como la pólvora. ¿Cuándo dice que ocurrió?» El rastreo por Yeste fue de mal en peor. ¿Cómo era posible que nadie supiera nada? Sólo quedaba una opción: Moropeche, a dieciocho kilómetros de Yeste. Y a las 15 horas me adentré en la recóndita y silenciosa aldea. El lugar parecía el indicado para un descenso ovni. Apartado, escondido entre gargantas y profundos desfiladeros y, en definitiva, casi olvidado en mitad de la sierra. Durante un tiempo, como es natural en este tipo de indagaciones, tuve que dedicarme a vencer la resistencia inicial de los habitantes del pueblo. Como habrá adivinado el lector, hacer preguntas sobre el fenómeno de los no identificados no es tarea sencilla. Las primeras reacciones son casi siempre de desconfianza, en especial, si el que pregunta es alguien desconocido. «¿Cómo dice? ¿Un qué…? ¿Un ovni en este pueblo? Ni idea. ¿Cuándo? ¿Dónde?» A las pocas horas, tras peinar la aldea, comprendí que algo fallaba en aquel caso. Nadie sabía nada. Y aunque centré la atención en los mayores de setenta años, como digo, todo fue inútil. La totalidad de los ancianos -Fidel, Adelaida, Francisco, Feliciano, Antonio, Vicente y Enrique- negaron una y otra vez. Sólo uno, Antonio Muñoz, de setenta y tres años, apuntó la noticia de un avión que, al parecer, había caído en Graya, al sur, en los años veinte. Eso, al menos, era lo que le había contado su padre. Y ahí concluyó la investigación. Por más vueltas que le di al asunto, y los que me conocen saben de mi tenacidad, Moropeche quedó en blanco. A decir verdad, fue un fracaso absoluto. Al abandonar el pueblo, me sentí abatido. ¿Dónde estaba el error? ¿Se trataba de un invento?

Al día siguiente, en un último intento por esclarecer el cada vez más oscuro asunto del aterrizaje ovni, me dirigí a Graya, otra pequeña población albaceteña, al sur de Yeste. Y vuelta a empezar. Las conversaciones con los ancianos del bello paraje dieron el mismo resultado: ninguna información. No podía creerlo. Aquello, definitivamente, parecía un camelo. Alguien había inventado el caso ovni y, obviamente, la «H» en la panza. ¿O no? Mi «conversación» con Pedro, de ochenta y cuatro años y sordo como una tapia, fue surrealista:

-¿Recuerda algún aparato que cayera por aquí hacia 1917?

-¿Un aparato?

 

Asentí con la cabeza.

-¿De televisión? ¿Un aparato de televisión? En esa época no había televisión, amigo…

-No -le grité-, un aparato volador…

-¿Colador? ¿Busca un colador de 1917?

Fue suficiente. Y, vencido, huí del lugar. Tenía que volver a interrogar a mis informadores.

 

Al consultar con los investigadores que, a su vez, me habían proporcionado la información sobre el objeto que había descendido en Albacete en los primeros años del siglo XX, comprobé que el caso era más que endeble. En realidad, todo se fundamentaba en la versión del pariente de un testigo, ya fallecido. En otras palabras: un testimonio que debía aceptarse con reservas. En cuanto al lugar -Moropeche-, mis informantes dudaron. Y me enfrenté a un nuevo dilema: ¿seguía con la investigación o la olvidaba? Tentado estuve de archivarla como un caso dudoso, otro más, pero esa «fuerza» que me guía me animó a proseguir, a pesar de las apariencias. Y un mes más tarde, en octubre de aquel inolvidable año de 1996, me adentré de nuevo en la sierra albaceteña, dispuesto a salir de dudas. Mis primeros pasos, en esta oportunidad, se dirigieron a los juzgados de Hellín. Según las informaciones recogidas en Moropeche, la totalidad de los papeles de esos años fue transferida al Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 2, en la citada ciudad de Hellín. Manuel Ruiz, funcionario de dichos juzgados, escuchó mis explicaciones con santa paciencia. Mi intención era averiguar si el suceso podría haber quedado registrado en algún documento de la época. Concluida la historia sobre el supuesto ovni aterrizado en Moropeche en 1917, el señor Ruiz, sin inmutarse, me invitó a seguirlo. Por un momento pensé que había acertado. La realidad fue más prosaica. El funcionario me condujo frente a una puerta. Empujó la hoja con dificultad y, mostrándome la habitación, replicó con retintín: «Los archivos. Lo que usted busca puede que esté ahí o puede que no…» Una primera ojeada a los «archivos» de Hellin y su comarca me hundió de nuevo en la desesperación. En la sala en cuestión se amontonaban miles de papeles y legajos, tiznados por el tiempo y el olvido. Las cajas y los sacos llegaban prácticamente al techo, y obstaculizaban, incluso, el avance de la puerta. La labor de búsqueda, papel por papel, me hubiera ocupado un año, como mínimo. Estaba claro que debía empezar por otro lugar…

 

Moropeche, en plena sierra albaceteña. (Foto: J. J. Benítez.)

Doña Adelaida, de ochenta y siete años, domiciliada en la calle Eras y nacida en Moropeche, tampoco resolvió el contencioso. La mujer no sabía de qué demonios le estaba hablando. Y, decidido, dejé atrás Hellín y centré mis esfuerzos en la búsqueda de un tal Alguacil, pariente de uno de los testigos del supuesto aterrizaje ovni. En realidad, la pieza clave por la que debería haber iniciado la investigación. Algunos días después, de forma sorprendente, como casi siempre, lograba localizar en la provincia de Jaén a Joaquín Alguacil, nieto de Rogelia Juárez Barba. La conversación me dejó perplejo. El avistamiento ovni, según Alguacil, no se produjo en Moropeche, sino en Graya, la aldea ubicada al sur de Yeste y que yo había peinado minuciosamente. En esos momentos no pude entender el porqué de mi error ¿Por qué me había dirigido a Moropeche? Repasé las notas y confirmé lo que sospechaba: el nombre de Moropeche me fue proporcionado por mis informadores. Meses más tarde, a la vista de lo acaecido, comprendí. El «error» fue providencial. Pero vayamos paso a paso…

Joaquín, efectivamente, ratificó el avistarniento ovni. Como decía, según él, sucedió en la aldea de La Graya. Respecto a la fecha, no supo darme razón. Al mencionar 1917 se encogió de hombros…

 

-Imposible saberlo -explicó-. El suceso me lo contó Sofía, mi madre, y también mi abuela Rogelia. Quizá fue en esa fecha o quizá más tarde. Yo era un niño y, como comprenderás, no pregunté.

-¿Quién fue el testigo?

-Rogelia Juárez, mi abuela, y otros vecinos. Fue en verano. De pronto vieron un objeto muy brillante en el cielo. Descendió a tierra en las afueras del pueblo y allí permaneció durante dos días…

-¿Dos días?

-Eso fue lo que me contaron. Era un objeto grande con patas. Tenía la forma de dos platos unidos por el filo exterior. Mi abuela y el resto se acercaron y comprobaron que era un aparato metálico, como plateado. Entonces vieron a dos seres, caminando junto al objeto. Eran muy altos. Superaban los dos metros y pico. Vestían trajes ajustados, muy ceñidos y de color plata.

-¿Podría haberse tratado de un globo?

-Nada de eso. Mi abuela sabía muy bien lo que era un globo. Además, aquellos seres no tenían boca. Eran rubios, con los ojos grandes y almendrados.

-¿Y qué ocurrió?

-Al parecer, nada. La gente del pueblo les ofreció agua y comida, pero no aceptaron. Cada vez que se acercaban al objeto, los seres se retiraban. A los dos días, el aparato se elevó y desapareció.

 

Cuando mencioné el emblema en forma de «H», Joaquín Alguacil mostró su extrañeza. No recordaba nada sobre dicho asunto.

 

-Mi abuela y mi madre nunca hablaron de esa «H», ni de nada parecido…

 

Según el nieto, doña Rogelia falleció en 1975. Contaba ochenta y dos años de edad.

 

Ésta, en síntesis, fue la versión de J. Alguacil sobre lo ocurrido en la provincia de Albacete en los primeros años del siglo XX. Una versión que, lógicamente, debía ser tomada con ciertas precauciones. El informante no era un testigo directo y eso, como saben muy bien los investigadores de campo, implica siempre ciertos riesgos. Por ejemplo, según Alguacil, los hechos se registraron en la aldea de doña Rogelia, su abuela. En La Graya, sin embargo, nadie recordaba nada. ¿Quién estaba equivocado? Y una vez más me vi en la necesidad de regresar al referido pueblo a interrogar de nuevo a los vecinos; en especial, a los mayores de setenta u ochenta años. Me armé de paciencia y, como digo, me instalé en La Graya, procediendo a una minuciosa investigación. Visité los doce barrios o pedanías que lo configuran, conversando personalmente con los ancianos. Todos me remitieron a lo dicho anteriormente: nadie sabía nada del ovni. Mis andanzas por Las Torres, Batán, Macalón, Los Rubios, Marchena, Casas de la Cuesta, El Molino, Casas del Río, Churritales y la Ermita fueron prácticamente estériles. Más aún: nadie parecía conocer a Rogelia Juárez Barba. Aquello me alarmó. Si la abuela de Joaquín Alguacil había nacido en La Graya, ¿cómo es que nadie la conocía? No, aquello no era normal. Telefoneé de nuevo al señor Alguacil, interesándome por el barrio en el que había vivido su abuela. Joaquín no lo recordaba. La siguiente ronda por La Graya fue tan decepcionante como las anteriores. Amado del Valle (ochenta y un años), Dulce (noventa y uno), Manolo Blázquez (ochenta y ocho) o Gregorio Mañas (setenta y ocho), entre otros, no recordaban a nadie que respondiera al nombre de Rogelia Juárez. Y empecé a sospechar lo peor: doña Rogelia no era de La Graya. Quizá su nieto estaba en un error. Pero, de ser así, ¿dónde buscar?

A decir verdad, no todo fue negativo durante mi estancia en la hermosa región de La Graya. En una de las consultas tuve la fortuna de conocer a Paulo José Gallego, vecino de Las Torres. Al escuchar el asunto del ovni, me sugirió que preguntara en el pueblo de Yetas de Abajo, algo más al sur. Allí, en los años veinte, se registró un incidente que quizá podría explicar el supuesto aterrizaje del objeto volante no identificado. Y así lo hice. Horas después, uno de los protagonistas del suceso de Yetas confirmaba lo adelantado por José Gallego: «Ocurrió el 4 de setiembre de 1928 -me explicó Verónico Martínez García-. Fue hacia las cuatro de la tarde. Soplaba un viento suave del oeste. De pronto, la gente de Yetas empezó a gritar. En el cielo, a lo lejos, apareció una cosa redonda, parecida a un balón de fútbol. Fue acercándose más y más, empujado por el viento. Se trataba de un globo enorme, con forma de orza o de tinaja. Para muchos de nosotros era la primera vez que veíamos una cosa así. Y el «artefacto» fue a precipitarse sobre un paraje que llamamos el Majar de Guillén. Allí quedó enredado en los árboles. En su interior se encontraba un militar, el capitán Benito Mala. Estaba muerto. En sus notas decía que había partido de Madrid a las nueve de la mañana y que se dirigía a Guadalajara. Tuvo mala suerte…»

 

Verónico, en el lugar donde cayó el globo. Al fondo, el pueblo albaceteño de Yetas de Abajo. (Foto: J. J. Benítez.)

Durante algún tiempo permanecí en la duda. ¿Era éste el globo estrellado en Yetas, el «ovni» del que había hablado doña Rogelia? La información proporcionada por el nieto no guardaba relación. Y el instinto me sugirió que siguiera en la brecha. Una cosa era el globo que se precipitó en Yetas de Abajo en 1928 y otra muy distinta la visión de un ovni, posado en tierra durante dos días y con varios seres de más de dos metros de altura deambulando a su alrededor…

Estaba claro que tenía que profundizar en el asunto. Era preciso abrir un nuevo frente en la investigación. Y me propuse localizar a los parientes más cercanos de Rogelia Juárez Barba. Quizá ellos pudieran arrojar algo de luz sobre el cada vez más retorcido enigma. Pero eso sería algún tiempo más tarde, a mi regreso de América y de otras pesquisas por el Sahara.

 

Es una táctica que recomiendo a los investigadores más jóvenes: cuando una investigación se atasca o, simplemente, no prospera, lo mejor es «congelada» durante un tiempo (el necesario). Después, al retomarla, todo cambia. Eso fue lo que sucedió con el caso «1917». Parecía como si cada paso estuviera minuciosamente programado.

 

Meses más tarde, ya en 1997, a mi retorno de Chile, Bolivia y Brasil, me vi sorprendido por una noticia, publicada por la revista española Enigmas. En ella, «casualmente», se hablaba del asunto que acababa de aparcar. La información decía textualmente: «En el verano de 1917, los miembros de la familia Alguacil, temporeros que trabajaban en la zona de Peñascosa (Albacete), observaron, mientras faenaban en el campo, la súbita llegada de un objeto de considerable tamaño «con forma de sombrero, del que salían cuatro patas». Joaquina L. vio, además, cómo del artefacto salían una pareja de seres de unos dos metros de altura, vestidos con monos grises. Todas las observaciones se produjeron en pleno día. Varios testigos aseguraron que el ovni tenía grabado en su fuselaje un símbolo semejante a una letra «H» mayúscula. Durante tres días, el objeto fue observado en las proximidades, causando el lógico temor entre los habitantes de una de las más abruptas zonas de la serranía albaceteña. La última visión del extraño «sombrero volante» se produjo cuando éste desapareció sin emitir sonido alguno, elevándose en vertical hasta perderse en el cielo.»

 

¿Peñascosa? ¿Temporeros? ¿Joaquina? Aquellos datos no coincidían con lo que yo había averiguado. Y volví a interrogar a Joaquín Alguacil, nieto del único testigo del que se tenía conocimiento. Al leer la escueta información, Alguacil negó con la cabeza, asegurando que algunos detalles no eran correctos. Él no conocía la fecha exacta. «Lo de 1917 ha podido ser un invento del periodista.» En cuanto al lugar, Joaquín manifestó que sus recuerdos se inclinaban hacia La Graya, «aunque no puedo estar seguro». Por supuesto, el nombre de Joaquina L. no tenía nada que ver con Rogelia Juárez Barba, su abuela. ¿Otro invento del periodista o un truco para camuflar la identidad de doña Rogelia? Sea como fuere, lo cierto es que, ante la duda, me vi obligado a viajar hasta Peñascosa, en las proximidades de Alcaraz (Albacete), y repetir los interrogatorios de Moropeche, Hellín, La Graya, etc. Y, de nuevo, vuelta a empezar. Al final de la jornada, el resultado había sido tan negativo y desalentador como en las anteriores pesquisas. En Peñascosa nadie sabía nada, al menos los más ancianos del lugar. Guillermo Copete Puentes, de noventa y dos años de edad, y Vicente Molina, de noventa y uno, los más viejos del pueblo, no recordaban nada sobre el referido aterrizaje ovni y, mucho menos, sobre los supuestos seres de dos metros de altura. Con el resto de los ancianos, más jóvenes, la suerte fue idéntica. Algunos, con razón, sugirieron que extendiera las pesquisas a otros pueblos, pertenecientes al término de Peñascosa. Quizá el suceso había tenido lugar en Zorio, Pesebre, Carboneras, Casa Lana o Cerro Blanco. Y rendido y, a decir verdad, algo desmoralizado, opté por tomarme un respiro, sentándome en uno de los bares del pueblo. Entre los vecinos que me habían ayudado a localizar a la gente mayor se encontraba una deliciosa y entrañable pareja -Rosario y José Luis-, recién llegados a Peñascosa. En la conversación, aparentemente por casualidad (?), terminó por salir un asunto que me dejó perplejo. José Luis había sido testigo y protagonista de otro caso ovni, ocurrido en 1979 y que servidor venía investigando desde entonces. Y digo que el hecho me sorprendió porque, al margen de la importancia del caso en sí mismo, de no haber sufrido la ya citada equivocación (?) a la hora de viajar a Moropeche lo más probable es que no hubiera conocido a la mencionada pareja.

 

Las indagaciones en Peñascosa (Albacete) fueron igualmente estériles. Los ancianos no recordaban el asunto del ovni de «1917». (Foto: J. J. Benítez.)

 

En 1996, José Luis y Charo vivían en las islas Baleares.  Una vez más, todo parecía milimétricamente programado. Pero aquélla no fue la última sorpresa…

Proseguí las indagaciones, dedicando las jornadas siguientes a sendas consultas en el cuartel de la Guardia Civil y en los juzgados de Alcaraz, así como en el archivo histórico de la ciudad de Albacete. Peñascosa había tenido un cuartel de la Benemérita en aquellos primeros años del siglo XX. Después fue cerrado. Hoy depende del citado cuartel de Alcaraz. Lo lógico, suponiendo que el aterrizaje ovni fuera cierto, es que el hecho hubiera quedado registrado, bien en los libros de la citada autoridad, en la prensa o en los archivos del ayuntamiento o del juzgado de turno. Las gestiones en la Guardia Civil fueron otro fracaso. La documentación del desaparecido cuartel de Peñascosa fue destruida o transferida al de Alcaraz. Lamentablemente, como consecuencia de la guerra civil española, estos archivos de Alcaraz resultaron igualmente arruinados. Hoy no queda nada de aquella época. Así me fue confirmado por la 203 Comandancia de Albacete (teniente coronel Lázaro Gabaldón) y por la propia Dirección General de la Guardia Civil (Servicio de Estudios Históricos), en Madrid. Tampoco tuve suerte en los juzgados y en el rastreo en la prensa de 1917. Ni una línea sobre el particular. José Luis, por su parte, deseoso de colaborar en la investigación, me rogó que le permitiera buscar en los archivos del Ayuntamiento de Peñascosa. Acepté, naturalmente, y centré mis esfuerzos en un frente que había quedado temporalmente olvidado: los posibles parientes de doña Rogelia, único testigo conocido del avistamiento ovni. Como ya mencioné, quizá los hermanos, hijos, etc., guardaran en su memoria algún nuevo detalle sobre el referido aterrizaje. Lo difícil, obviamente, era dar con ellos. Y tras no pocas idas y venidas, terminé localizando a Tomás Juárez, en Hellín, quien, a su vez, me puso tras la pista de Higinio Juárez Barba, sobrino de doña Rogelia. La charla con Higinio, de setenta y dos años, fue decisiva. Amén de facilitarme información sobre otros parientes de Rogelia Juárez Barba, el buen hombre aclaró que su tía era natural de La Algoraya, un caserío próximo a la aldea de Fuentes, en el término de Yeste, y no de La Graya, como aseguraba Joaquín Alguacil, el nieto. Empecé a sospechar. Alguacil, casi con seguridad, había sufrido un error, confundiendo Algoraya con Graya, dos nombres que suenan de forma parecida. En cuanto al suceso propiamente dicho, el sobrino recordaba algo, sí, pero de forma confusa. Me habló de unos seres muy altos, vistos por unos pastores pero en la zona de Tus, otra bellísima aldea ubicada al noroeste de Moropeche. Me faltó tiempo para adentrarme de nuevo en la sierra, a la caza y captura de alguien que supiera darme razón sobre los referidos «gigantes». La búsqueda por Los Tejeros, Tus, Los Giles, etc., fue infructuosa. Los más ancianos -Vicente García Rodríguez, de ochenta y ocho años, Martina Alarcón, de ciento uno, y Teófila Juárez Blázquez, de noventa y uno entre otros- no sabían o, sencillamente, no recordaban. Sólo uno de ellos -Teófila­ me habló de doña Rogelia, confirmando que era oriunda de La Algoraya, dependiente de Fuentes. Me dirigí al cortijo en cuestión, pero, ante mi desolación, había desaparecido. La Algoraya de Arriba sólo era un recuerdo. No me di por vencido y reanudé las entrevistas con los familiares de doña Rogelia. El siguiente en la lista fue Higinio Juárez Barba, hermano de la testigo. Higinio, de noventa y ocho años, era el único hermano vivo. Y el fracaso volvió a señalarme con el dedo. Higinio había perdido prácticamente la memoria. Los esfuerzos de Encarna, nieta y «traductora» (el anciano presentaba graves problemas de sordera), no sirvieron de mucho. Higinio tampoco sabía de qué le hablaba. Si fue testigo del aterrizaje ovni, en compañía de su hermana, doña Rogelia, nunca lo sabremos. Y, decepcionado, puse rumbo a La Vega de Castrobayona. Allí, según mis noticias, vivía una hija de doña Rogelia: Felicia Martínez Juárez, de setenta y cuatro años de edad. Quizá supiera algo…

 

Higinio Juárez Barba, sobrino de doña Rogelia. (Foto: J. J. Benítez.)

 

Doña Teófila Juárez Blázquez, de Los Giles, en las proximidades de Tus. (Foto: J. J. Benítez.)

Felicia escuchó intrigada y, finalmente, confirmó parte de la historia: ella no había nacido cuando sucedió…

«Pudo ser cuatro o cinco años antes. Quizá hacia 1924. Mis padres lo contaron muchas veces… Rogelia era nacida en La Algoraya de Arriba, pero lo del platillo volante fue en Peñascosa. Estaban en la siega, con otros. Entonces vieron aquella «cosa» y a los hombres… Mi madre era partera y había visto lo suyo en la vida, pero aquello fue diferente. Aquello no era de este mundo… Con ella se encontraba Domingo Martínez Alarcón, mi padre, y, posiblemente, algunos de mis hermanos. Quizá Agapito y Antonio… No lo recuerdo bien. También lo vieron gente de Collado Castellar, La Loma, Prado Largo, el cortijo de tía Juliana y del cortijo del Sordo. Todos ellos viajaban con mis padres hasta Peñascosa. Eran del término de Fuentes. Siempre acudían juntos a la siega…»

Por qué negarlo. La ratificación de Felicia me llenó de asombro y alegría. El avistamiento fue real, aunque, a juzgar por los indicios, no tuvo lugar en 1917, sino, probablemente, años más tarde.

Higinio Juárez Barba, hermano de doña Rogelia, junto a Encarna García Juárez, la nieta. (Foto: J. J. Benítez.)

 

Felicia Martínez Juárez, hija de doña Rogelia. (Foto: J. J. Benítez.)

Fue en esos días cuando llegó la siguiente sorpresa. José Luis Alba me telefoneó desde Peñascosa, y me proporcionó dos novedades. Empezó por la mala: en el Ayuntamiento no se conservaba información sobre 1917. Los archivos arrancaban en 1923. La buena noticia era la localización de un anciano de Peñascosa que, al parecer, sabía del ovni aterrizado en las proximidades del referido pueblo albaceteño. El señor vivía desde hacía tiempo en la capital. Por eso no pude ubicarlo durante mis visitas a la citada población. El encuentro de mi amigo José Luis con Amores Galera, el anciano en cuestión, fue igualmente «singular». José Luis acababa de recibir la confirmación de la presencia de dicho anciano en la ciudad de Albacete cuando decidió trasladarse, en compañía de su mujer, a la mencionada capital. Su intención era disfrutar de las fiestas. Y aquel lunes, 15 de septiembre, a eso de las tres de la tarde, en mitad del gentío, Félix, un amigo de Peñascosa que acompañaba al matrimonio, comentó: «¡Mira quién viene por ahí!» José Luis y Rosario quedaron atónitos: era Amores. ¿Casualidad? Lo dudo…

Amores Galera Soriano, nacido en 1913 en Peñascosa, recordaba perfectamente el aterrizaje del ovni. (Foto: J. J. Benítez.)

Peñascosa (Albacete), desde el cerro de la Cruz, lugar en el que descendió la nave en el verano de 1924. (Foto: J. J. Benítez.)

Días después me reunía en Albacete con el señor Galera, nacido en 1913. A pesar de su avanzada edad, Amores disfrutaba de una excelente memoria. Y confirmó lo que ya había adelantado a José Luis: «Yo tendría alrededor de diez años. Era muy pequeño, pero se me quedó grabado… Fue durante la época de la siega. Entre julio y agosto… En el pueblo se organizó un buen revuelo. «Algo» había bajado en la finca de los «Ramoncicos», a las afueras de Peñascosa. Se trata de un pequeño cerro, casi plano, llamado de la Cruz… Yo no lo vi. No me dejaron. Pero mi padre, Ricardo Galera, y el resto de los hombres del pueblo lo contaban una y otra vez. Fue un suceso… Era una cosa redonda, muy bonita, con una luz brillante y plateada. Allí estuvo dos días y dos noches. Los que mejor lo vieron fueron los segadores. Era una cuadrilla de hombres, mujeres y niños. Estaban a cosa de medio kilómetro del pueblo, al pie del cerro del que le hablo, y a cien o doscientos metros de la «cosa»… También la Guardia Civil lo vio. Entonces estaba el cabo Justo, de Zapateros. Él y sus hombres se aproximaron al objeto en varias oportunidades, pero se mantenían siempre a distancia… El objeto tenía cuatro patas y una puerta chiquita a la derecha. Por allí entraban y salían los «hombres». Eran altos y con unas ropas muy raras, impropias de la época. Decían que no tenían boca y que se tapaban la cabeza con algo parecido a un pasamontañas… Cuando la gente se acercaba, ellos se retiraban. Entraban en la esfera y desaparecían. Estaba claro que no querían conversación con nadie. Cuando la gente volvía a sus labores, los «gigantes» aparecían de nuevo y se dedicaban a observar a los segadores y a los vaqueros. Mi padre, como le decía, era uno de ellos. Cuidaba del ganado bravo y lo vio muy cerca… Si el pueblo tenía doscientos habitantes, seguramente lo vio más de la mitad. Como le digo, fue un suceso… Después, a los dos días, aquello se levantó y se fue. Y dicen que, al elevarse, emitió un sonido, como el que hace una rueda de bicicleta al pincharse… La verdad es que no causaron daño. Todo estuvo muy bien preparado. Seguramente bajaron para explorar. Cuando se cansaron, se fueron y todo quedó en paz…»

Por más que pregunté, el bueno de Amores no supo darme una explicación. Nunca se planteó la posible naturaleza de aquella «cosa», como él la llamaba. Y al mencionar la palabra extraterrestre, Amores se encogió de hombros. «No sé lo que era -afirmó, convencido-, pero tampoco era dañino.» Al entrar en detalles, el anciano -recordando lo que, a su vez, le habían contado- manifestó que la «cosa» (?) era muy bonita y pulida. Brillaba como un espejo y sólo presentaba una «puerta» [?] chiquita. Al elevarse, el objeto dejó una marca en la tierra. La descubrieron al pasar con las gavillas…» Insistí en el asunto de la «marca» y, poco a poco, Amores fue trazando el dibujo. El hombre debió de percibir mi sorpresa. El dibujo era la ya familiar «H»… Al igual que había sucedido con Joaquín Alguacil, el nieto de doña Rogelia, tampoco Amores recordaba que el emblema hubiera sido visto en el fuselaje. Lo que sí tenía muy claro es que la «H» apareció grabada en el cerro y que los brazos de la misma podían superar los cuatro o seis metros de longitud. «Allí permaneció un tiempo, hasta que volvieron a pasar el arado.»

 

Algunos seres de gran altura aparecieron junto al objeto que tomó tierra en Peñascosa en el verano de 1924.

 

El cabo Justo, de Zapateros, fue otro de los asuntos que me interesó vivamente. Amores no dudó. Justo era el comandante de puesto del cuartel de la Guardia Civil en Peñascosa cuando tuvo lugar el aterrizaje ovni. «Justo acudió con varios de los números, pero, como le refería, por prudencia, no se acercaron demasiado…» Si Amores Galera no erraba en sus apreciaciones, la presencia de la Guardia Civil significaba dos cosas importantes: la posibilidad de que existiera un informe y, por supuesto, afinar en la fecha en la que pudo registrarse el caso. Y ahí se inició una nueva y paciente búsqueda; una laboriosa investigación que terminó dando sus frutos y que no hubiera sido posible sin la generosa y amable colaboración de la familia de Justo Moreno García y del Servicio de Estudios Históricos de la Guardia Civil. Merced a estas pesquisas, fue posible delimitar la fecha aproximada del encuentro con el ovni: verano de 1924. El cabo Justo llegó al cuartel de Peñascosa el 6 de enero del citado año de 1924, y permaneció en el mismo, como comandante de puesto, hasta el 1 de enero de 1931. En esa fecha fue destinado a Pozuelo (segunda compañía). En cuanto al posible informe, ni rastro. Los archivos, como ya mencioné, desaparecieron. Fue una lástima. En el parte, con toda probabilidad, conociendo la minuciosidad de la Benemérita, el cabo Justo pudo haber llevado a cabo un exhaustivo relato del incidente. Quién sabe… Quizá, algún día, alguien tenga la fortuna de encontrar ese valioso informe, suponiendo que exista.

Doña Rogelia, con sus hijos Agapito (izquierda) y Antonio. (Cortesía de la familia Juárez Barba.)

 

Rogelia Juárez Barba, nacida en el cortijo de La Algoraya (proximidades de Yeste). En 1924, con treinta años de edad, acudió a Peñascosa con una cuadrilla de segadores, contemplando el aterrizaje de un ovni. (Cortesía de María José García Martínez.)

 

El cabo Justo Moreno García, comandante de puesto del cuartel de la Guardia Civil de Peñascosa (Albacete) en 1924. (Cortesía de la familia Davia-López.)

 

Anotaciones y dibujo en el cuaderno de campo de J. J. Benítez (caso Peñascosa). El ovni, al parecer, descendió a ochocientos o mil metros al oeste de la aldea, en un cerro llamado de La Cruz. Los testigos más próximos se encontraban en un campo de cereal, a poco más de doscientos metros de la nave. El cabo Justo y los guardias pudieron llegar a cincuenta metros del ovni.

 

Huellas encontradas en España, Francia y Argentina. En los dos primeros casos, tras la observación de ovnis.

Naturalmente, de todo esto, el señor Jordán Peña no sabe una sola palabra. En 1924, que yo sepa, el tema ovni no era de dominio público. Nadie hablaba de naves «no humanas» y mucho menos en Peñascosa. Es más: casi ochenta años después del «suceso», el amigo Amores no sabe qué es un ovni y, mucho menos, el célebre emblema «ummita», ni falta que le hace… En 1924, en fin, Jordán no había nacido. ¿Cómo explicar, entonces, la presencia de la «H» en la aldea albaceteña? Por supuesto, el caso protagonizado por los segadores y el pueblo de Peñascosa no ha sido el único, para desgracia de Jordán. En la literatura ufológica se recogen otros aterrizajes en los que también quedó impresa en la tierra la ya familiar huella o marca en forma de «H» o similar. Recuerdo ahora mismo otros dos casos, en Francia y Argentina. El primero tuvo lugar el 25 de junio de 1971, en las proximidades de Mulhouse. Varios vecinos vieron ovnis. Pues bien, en la zona apareció un extraño círculo, de unos seis metros de diámetro, con una «H» en el centro. El aterrizaje ovni fue defendido, entre otros, por Pierre Guérin, descubridor del cuarto anillo de Saturno. El segundo aterrizaje fue registrado en la Patagonia, en 1997, en las proximidades de Puerto Deseado. Mario Morrillo, experto en delfines, me hizo la siguiente descripción: «Estaba en el suelo. Era grande. Aproximadamente, de unos ocho metros de longitud… Cada línea presentaba unos diez centímetros de grosor. Era una enorme «H». Parecía como si alguien hubiera quemado madera. Sucedió poco después de otro suceso no menos extraño. Estábamos acampados cerca del mar, y una noche, en la soledad de la tienda, oí pasos. Salí al exterior en dos ocasiones, pero allí no había nadie. Mis compañeros dormían en sus respectivas tiendas. En la segunda ocasión observé unas luces en la lejanía. Nunca me expliqué cómo hicieron aquellas marcas en la tierra. ¿Tuvo algo que ver con los pasos que oí alrededor de la tienda o con las luces que se movían en silencio en el cielo?»

A estas alturas, supongo, el lector habrá sacado sus propias conclusiones…

(1) Véase historia completa sobre los dogon en Planeta encantado (Los señores del agua).

 

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